domingo, 20 de junio de 2010

Paracas: vida al borde del desierto

A doscientos kilómetros al sur de Lima, la capital de Perú, un extenso y árido desierto domina el paisaje. Un mar frío, pero de gran riqueza natural, baña sus límites occidentales y labra el accidentado litoral costero. Dos am­bientes extremos y diametralmente opuestos se unen aquí para conformar uno de los ecosistemas más singula­res de América: la Reserva Nacional de Paracas.

LA SUPERFICIE del mar brilla con la luz anaranjada del atardecer. Sobre las olas, una nube oscura hace su aparición y se precipita quebrando las aguas en un interminable ir y venir de proyectiles alados. La nube tiene vida y va cambiando su aspecto a cada minuto. Al acercarnos, escuchamos un sonido in­tenso y sordo, como de flechas silbando en el aire. Es una pajarada, uno de los espectáculos naturales más fascinantes de la costa peruana. Esa nube, compuesta por decenas de miles de piqueras, alca­traces y guanayes, se lanza sobre un enorme cardu­men de anchoveta que, desorientado, ha ascendido hasta la superficie. Junto a ellos, grupos de lobos marinos y delfines participan también del festín. En unos minutos la nube se disipa en intermina­bles columnas de criaturas emplumadas. Parten en todas direcciones y se alejan, El cardumen ha desa­parecido y la calma vuelve al mar.
Este suceso, que a menudo pasa inadvertido varias millas mar adentro, refleja las descomunales proporciones que la vida llega a alcanzar en Paracas, una tierra de enormes acantilados y mar azul; de playas tranquilas, islas solitarias y arenas que viajan sin cesar, un territorio enclavado junto a uno de los desiertos más estériles del planeta. Es aquí donde radica su singularidad: esa extraña abundancia al borde de la aridez extrema es lo que hace de Paracas un lugar fascinante y único, donde la naturaleza engrendra todo tipo de vida al lado mismo de un territorio donde sólo el viento hace recordar que el tiempo existe, un viento que llega frío desde el sur y recorre hasta los confines más lejanos del arenal.
Hagamos un viaje imaginario a la orilla del mar.
Nos encontramos en una playa rocosa. El batir constante de las olas golpea con fuerza las grandes piedras que relucen bajo el inclemente sol iqueño. Al retirarse las aguas, entre ola yola aparecen unas verdes barbas mecidas por la corriente. Son jardi­nes de algas que comparten el precario hábitat con lapas, picos de loro y percebes.
De pronto, como salidos de la nada, un par de veloces seres hacen su aparición en escena. Llegan nerviosos y tragan con avidez. Son lagartijas del desierto, que devoran el forraje que el mar les provee. Lo hacen rápidamente y en cuestión de segundos desaparecen raudas al resguardo de las rocas altas. Incapaces de nadar, saben que un des­cuido les puede costar la vida, que el golpe de
una ola las arrojaría al mar y con ello a una muerte segura. Sin embargo, saben también que es su única posibilidad de sobrevivir y se han adaptado a ello.
Con algunas variaciones, lo que antecede resu­me la vida de la mayoría de las criaturas que pue­blan las costas de Paracas. Lobos marinos, pingüinos, nutrias y pelícanos: todos se han adap­tado a este ambiente durante milenios para apro­vechar al máximo los recursos que provee.
Las gigantescas colonias marinas, conocidas an­taño como "las aves del millón de dólares" por las ganancias que el guano de las islas dio al país, son sólo parte del complejo engranaje natural que se origina en las corrientes frías del mar de Hum­boldt. Estas corrientes, magnificadas por la presen­cia de enormes fosas submarinas cuya profundidad supera la altura de los Andes, hacen aflorar tonela­das de plancton y microorganismos, alimento vital para los cardúmenes de muchas especies de peces: lenguados, chitas, corvinas, toyos, cherlos, cojino­vas, cabrillas y, por supuesto, anchovetas.
Este pequeño pez de cuerpo alargado y no ma­yor que un lápiz es la principal fuente de vida para comunidades de seres tan variados como pueda imaginarse: pingiiinos y ballenas, albatros y delfi­nes' lobos marinos y cormoranes.
Son las aves, sin embargo, los protagonistas prin­cipales de la costas de Paracas. Más de doscientas variedades se congregan cada año en sus playas, ro­quedas y acantilados, convirtiendo los cielos de esta desértica región en transitadas carreteras aéreas por donde vuelan colosales bandadas de chorlo s y pla­yeros, minúsculos migrantes que llegan desde luga­res tan lejanos como el Círculo Polar Ártico y Alaska. Otros, más conservadores, visitan la reserva de Paracas desde sus lugares de anidamiento en México, el Caribe o las islas Galápagos.
Pero no sólo las distancias son impresionantes en relación con los emplumados habitantes de Paracas. Un mosaico de curiosidades vivientes se ha congregado en estas aguas frías para brindar un espectáculo natural sin precedente en la cos­ta del Pacífico americano.
Aquí conviven el pingiiino de Humboldt, un veloz cazador submarino que dejó hace miles de años su primigenio hogar en el continente antár­tico para "volar" raudo bajo la superficie del mar peruano en pos de sus presas enormes albatros de cuatro metros de envergadura que patrullan sin cesar el océano; los potoyuncos, pequeñas aves bu­ceadoras propias de estas costas, las cuales perdie­ron la capacidad de volar y hoy se desplazan entre sus nidos de salitre y la furia de las olas.
Se suman a esta singular Arca de Noé del desier­to costero los gráciles flamencos, que llegan cada invierno desde sus colonias de anidamiento en los grandes salares altoandinos a más de cuatro kiló­metros sobre el nivel del mar, y los majestuosos cóndores que, sin batir sus alas ni una sola vez, des­cienden desde los glaciares hasta las costas para ali­mentarse; águilas pescadoras que arrancan del mar peces con sus filosas garras, y coloridos ostreros que descubren y devoran en segundos almejas en­terradas en la orilla ... Todo esto y mucho más al amparo de un desierto que cambia de colores a medida que transcurren las horas del día.
En los roquedales y las casi inaccesibles playas unas pesadas y torpes criaturas se asolean perezo­sas. Son lobos marinos chuscos que se congregan en el verano para el apareamiento. Vienen de cien­tos de kilómetros a la redonda. Las hembras se reú­nen en las playas formando grupos compactos; los grandes machos, que han permanecido solitarios durante todo el año, hacen también su aparición y muestran su poder exhibiendo los colmillos y lan­zando rugidos al viento.
En las salientes rocosas, lejos de las playas y bajo nidos colgantes de zarcillos y chuitas, las colonias de lobos finos descansan impasibles. Esta predilec­ción por lugares de descanso tan diferentes hace posible la convivencia pacífica de dos especies de otéridos en las escasas puntas y playas protegidas del litoral. En una suerte de maternidad gigante al aire libre, hay crías que nacen y otras que mueren. La naturaleza es implacable y los débiles no sobre­viven. Esta cruda realidad es, asimismo, la fuente vital de alimento para un escuadrón de carroñeros encabezados por el cóndor andino y un pelotón de gallinazas de cabeza roja y gaviotas dominicanas, que limpian las playas de los restos de aquéllos que no lograron sobrevivir.
En el mar, los jóvenes lobeznos retozan ajenos al constante batallar de las especies en la playa. Duran­te los primeros meses disfrutan de una vida plácida y sin problemas al lado de la madre. Sin embargo, a veces, esa tranquilidad puede transformarse en súbi­to terror. Los responsables son las arcas, voraces ce­táceos que de manera ocasional llegan hasta las islas y costas en busca de su manjar favorito: el lobo ma­rino. Son capaces de matar varios de un coletazo, lanzándolos por los aires y atrapándolos con sus poderosas mandíbulas. La orilla se transforma entonces en un breve caos de cuerpos que huyen y aletas que golpean la superficie. Al cabo de algunos minutos el peligro pasa y la calma retorna.
En las costas tranquilas, donde algas y sargazos pueblan el fondo marino, otras criaturas viven ocultas del mundo: son legiones de cangrejos y ca­racoles que alimentarán a pulpos, a. varias especies de peces y a un mamífero tan extraño como simpá­tico: el gato marino o chingungo, hoy casi desapa­recido debido a la caza de la que fue objeto por su fina piel. Esta nutria marina frecuenta las playas rocosas y las cavernas de las orillas más inaccesi­bles, alimentándose de cangrejos y peces que en­cuentra entre las algas del fondo. La Reserva Nacional de Paracas constituye el último refugio de esta hermosa especie, antaño habitante frecuente de la costa peruana, y de poco más de otras qui­nientas especies de animales. La breve franja coste­ra batida por el viento que la nombra, el paracas, es un sitio bullente de vida, muchas veces violento y sujeto a constantes cambios, donde los seres viven cada día como el último y donde la naturaleza aún dicta las normas.
TEXTO POR WALTER H. WUST

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